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Ariane Leblanc es una joven francesa consentida y caprichosa. Le encanta la fiesta, el lujo y el glamur. A diferencia de ella, Garred es frío, distante y comedido. Inteligente, atractivo y envuelto en un halo misterioso. Lo que más odia es a la gente como Ariane, y ella no soporta a tipos como Garred. Sin embargo, tras una maniobra del destino, ambas vidas se cruzarán en el camino. En la Inglaterra de 1850, se desarrolla esta original, inédita y divertida historia.


lunes, 9 de abril de 2012

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Internado de St. Nazaire, Francia. Noviembre de 1843.
Alzó la mirada una vez más. El gélido viento azotó su rostro, rasgándole la piel. Los diminutos copos de cándida nieve caían sin cesar sobre ella, tiñendo su capa azul marina de un color blanquecino. Aguzó la vista en el intento de atravesar con sus ojos la intensa neblina que cubría su alrededor. El frío era prácticamente insoportable y el deseo por alcanzar la edificación se acrecentaba con cada paso que daba. Al fin, a lo lejos pudo divisar el complejo construido en piedra varias décadas atrás. Apenas le quedaba unos metros para alcanzar el edificio y resguardarse de ese tiempo infernal. Cuando ya pensaba que no soportaría ni un minuto más a la intemperie, sus pies se detuvieron frente a una colosal puerta de hierro forjado. Utilizó la hebilla metálica que pendía de ella, para avisar de su llegada. Golpeó con ella un par de veces la puerta utilizando su mano enguantada. Pocos segundos después, alguien se asomó.

   -La estábamos esperando, señorita Leblanc-le saludó un hombre de edad avanzada y aspecto desmejorado. Vestía con ropa de oscuros tonos, en contraposición a su pelo y barba blanquecina. Era un viejo, enjuto y arrugado, con pocos dientes y ojos saltones. Se trataba de Risper, el mayordomo de la regente del internado-. Por aquí, por favor.
   Cruzó el umbral sintiendo en sus huesos el contraste de temperaturas. Tardó unos minutos en acostumbrarse al calor que reinaba en ese lugar y mientras prefirió continuar con su capa de gruesa lana.
   -La señora Jocelyn Roux la espera en el salón malva-anunció el arcaico mayordomo.
Siguieron andando por los pasillos en tinieblas, hasta detenerse en frente de una puerta de madera oscurecida. El viejo hombre la abrió sin llamar previamente.
   -Pase, señorita Leblanc-anunció una femenina voz desde el interior de la sala.
   La joven se adentró en la estancia con paso decidido. Risper cerró la puerta tras ella, propiciando un ambiente más íntimo para las dos mujeres.
   Observó el lugar donde se encontraba con un aire vacilante. Se trataba de un salón amplio y lujoso. Contaba con muebles de madera de aspecto caro, cortinas de terciopelo que ocultaban los enormes ventanales, y alfombras de Aubusson revistiendo el suelo de mármol. Una chimenea caldeaba el ambiente frío que imperaba en esa época del año. Las hipnóticas lenguas de fuego captaron la atención de la chica desde el primer instante en que las divisó.
   -Puede tomar asiento, Ariane-le invitó Jocelyn Roux, la directora del internado para señoritas.
   La voz de la mujer recuperó la atención de Ariane, que desvió su mirada del cautivador fuego a la esbelta figura de la institutriz. Jocelyn era la típica fémina dominante, imponente y estricta. Rígida de pensamiento, pero hábilmente persistente en sus deseos. No había nada fuera de su alcance. Si algo quería, era de esperar que lo consiguiera. Tenaz, orgullosa y arrogante, pero sumamente sensual y atractiva. De cuerpo modélico, con estrecha cintura y voluptuosas caderas. Siempre vestida de forma elegante y con un cigarro largo y apagado jugando entre sus dedos. Era morena, con ojos color miel, nariz prolongada y labios carnosos teñidos de un rojo intenso.
   -Después de cenar, me avisaron de que quería verme inmediatamente-explicó Ariane, tras tomar asiento frente a Jocelyn, que presidía la estancia sentada en un butacón negro tras un escritorio de madera.
   -Y así es, querida-coincidió la directora-. Tengo que comunicarte una trágica y repentina notica que me ha llegado esta misma tarde.
   Durante una milésima de segundo, el corazón de la joven se detuvo de golpe.
   -¿Qué ha ocurrido?-fue lo único que acertó a decir tras humedecerse los labios.
   Jocelyn se levantó de la butaca y bordeó el escritorio hasta situarse frente a su joven pupila. Tomó las manos de ésta última entre las suyas y adoptó un semblante compasivo, que alteró irremediablemente a Ariane.
   -Tus padres están en la ruina.
   El mundo entero se congeló en ese instante. Los pensamientos de Ariane se quedaron estáticos y su capacidad de razonar se esfumó de la mano de su cordura. Aquella noticia le golpeó como si de un brutal impacto en el estómago se tratara.
   -Eso no puede ser cierto-susurró, con la mirada ausente.
   -Tus padres se encargarán de ampliarte los detalles-dijo, tuteándola-. Lo único que yo sé es que han perdido todas sus posesiones, todo lo que tenían.
   Ariane notó un consistente nudo en la garganta que no consiguió disolver por mucho que tragaba saliva.
   -¿Y qué va a pasar ahora?
   Jocelyn negó con la cabeza al tiempo que se apartaba de la joven. Se acercó a una mesita auxiliar que descansaba junto a una de las paredes, y sirvió un par de copas de un líquido ambarino. Regresó junto a la chica, tendiéndole una de las dos.
   -Bebe, te ayudará-le animó. Cuando se aseguró de que Ariane había bebido al menos un sorbo de aquel coñac, recuperó su asiento en la butaca de cuero negro. Que las mujeres bebieran alcohol no era algo bien visto entre la sociedad francesa en esa época, sin embargo, a Jocelyn nadie se atrevería a recriminarle nada-. Tus padres me han pedido que te lo cuente. Ahora están viviendo con tu abuela en Calais, y no saben cuánto tiempo permanecerán allí.
   -Cuando termine el curso, regresaré con ellos para informarme bien de lo que ha ocurrido-concluyó Ariane.
   Jocelyn esbozó una sonrisa compasiva que puso el vello de punta a la joven.
   -Eso no es posible, cielo-le corrigió-. Sin ingresos que paguen tu matrícula, no puedes permanecer en mi internado.
   Ahora sí, Ariane sintió que se asfixiaba lentamente, como si una mano traidora se aferrara en torno a su níveo cuello. Notaba una opresión en el pecho y un constante martilleo en la cabeza. Era ansiedad.
   Ariane estaba acostumbrada a la vida fácil y cómoda, esa en la que eres un mero observador mientras el resto te lo hacen todo. Se había criado entre algodones. Chasqueaba los dedos y al segundo tenía todo lo que quería. Era consentida y caprichosa. Amante del lujo, los vestidos caros y las joyas de diamantes. A lo largo de sus veintiún años, de lo único de lo que se había preocupado era de vestir según la última moda. Le gustaba dejar constancia de la fortuna que tenían sus padres, y a menudo se compraba cosas que jamás iba a utilizar, sólo por el desorbitado precio que exigían por ellas.
   Ingresó en aquel internado cuando cumplió los ocho años. Era, sin duda alguna, el mejor de todo el territorio francés en cuanto a educación femenina. Sus padres lo sabían y por ello mismo se decantaron por este lugar. Con tanta fortuna, no iban a escatimar en darle lo mejor a su dulce y única hija.
   Ariane residía en aquella escuela durante los meses de otoño, invierno y primavera, y regresaba junto a su familia para aprovechar las vacaciones de verano. Durante estos tres meses, cambiaba de vivienda varias veces, aprovechando los lujos de su residencia oficial en Beauvais, al norte de Francia, y la villa de verano en Granville, al noroeste del país.
   Como hija de los duques de Goodrich, Ariane había vivido rodeada de lujo, glamur y sedas. Ahora, todo aquello había acabado. Se lo habían arrebatado fulminantemente. Sin preámbulos, sin avisar. El mismo día que cumplía veintiún años, su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados.
   Por primera vez en su vida, Ariane Leblanc fue consciente de que ahora era, como tantas otras que ella misma había criticado, una simple plebeya.


El flamante carruaje de color borgoña y dorado con el emblema del internado en la parte posterior, tirado por dos purasangres negros, se detuvo frente a la solariega mansión. Aquella suntuosa campiña era propiedad de la anciana viuda, abuela de Ariane. Una mujer encantadora aunque marchita, otrora duquesa de Goodrich.
   Ariane descendió por los estrechos escalones del carruaje y se detuvo cuando sus pies pisaron la gravilla del suelo. El vehículo volvió a ponerse en marcha, dirigido por un experto lacayo, y en segundos se perdió tras el camino.
   Hacía al menos seis años que no había estado allí y fue consciente del enorme periodo de tiempo que eso suponía, cuando apreció los cambios que había experimentado la vivienda de su única abuela en vida. La fachada de tonos blancos y azules, estaba más desvencijada y arcaica, y la hiedra que crecía a su alrededor se había adueñado de gran parte de las paredes. Las flores de ambos lados del sendero que conducía a la entrada principal, se habían rebelado contra el orden, y ahora crecían por donde querían. Seguramente Eugène, el jardinero de la familia, estaba demasiado mayor para imponer su voluntad a las jóvenes flores. La fuente de piedra mohosa y ennegrecida, situada frente a la colosal mansión, era otro fiel reflejo del paso del tiempo.  
   -¡Ariane, querida!-exclamó una voz de mujer.
   Los ojos azules de la joven recorrieron el lugar en busca de la dueña de esa voz. En lo alto del porche principal, Corinna Leblanc aguardaba la llegada de su hija.
   Ariane corrió hacia los brazos abiertos de su madre, salvando la distancia que les separaba. Cuando la alcanzó, se fundieron en un abrazo silencioso y consolador para ambas. Corinna dejó escapar un par de lágrimas, mientras repetía incesante lo preciosa que estaba su niña.
   -Dime que no es verdad, madre-sollozó Ariane-. No estamos en la ruina, ¿verdad?
   La duquesa de Goodrich se separó de su hija y la miró fijamente, con los ojos del mismo tono azul que tenía Ariane.
   -Tu padre te lo explicará todo-respondió, dando por sentado que aquello no era una pesadilla.
   Anthony Leblanc también esperaba impaciente a su hija, pero a diferencia de su esposa, él prefería aguardar en el interior de la vivienda. Cuando Ariane se desprendió de la capa y llegó al salón dorado, ambos intercambiaron una mirada silenciosa. Luego, se abrazaron como había ocurrido con su madre.
   -Quiero saber cómo ha ocurrido-insistió Ariane en cuanto recuperó la compostura-. ¿Cómo hemos podido perder todo? ¡Teníamos varias propiedades y todo tu negocio! ¡Mis vestidos, las joyas, los carruajes! Y ahora… ¡ahora estamos en la ruina!-. El llanto que había estropeado su maquillaje durante el camino hasta la mansión, volvía a hacerse presente en ese momento.
   Anthony le prestó un pañuelo de gasa que tenía en uno de los bolsillos de su frac. Después, tomó asiento frente a su hija en un sillón de color crema.
   -Para tu madre y para mí también fue repentino-explicó, sin poder mirar fijamente a los ojos de su hija-. Todo fue por culpa de Frank.
   -¿Tu primo?
   -Y mi socio-le recordó-. Todo lo que teníamos, nos pertenecía a ambos. Las propiedades y el negocio. Siempre fuimos a medias. Las escrituras estaban a nombre de los dos.
   -¿Qué hizo para perderlo todo?
   -En su último viaje a Italia hizo negocios con gente de poco fiar.
   -¿Ladrones?-preguntó escandalizada.
   -Su padre negó con la cabeza.
   -Peor aún, mafiosos-aclaró.
   Ariane dejó escapar un grito de espanto.
   -¿Se lo quitaron?
   -No exactamente-le corrigió Anthony-. Frank hizo negocios que terminaron fracasando. Esa gente no se anda con tonterías. Si apuestan y no ganan, se vengan.
   -¡Querían matarle!-exclamó, haciéndose una idea del enredo en el que se había metido su tío.
   -Si no les devolvía todo lo que habían arriesgado en ese negocio, sí, le matarían.
   Para Ariane, escuchar hablar de mafias, amenazas de vida y negocios sucios, era como estar leyendo una novela de misterio y crímenes de esas que odiaba. Bueno, lo cierto era que odiaba leer cualquier libro. Decía que eso era para las ancianas y los que no tenían vida social. Según su opinión, si tenías amigos, no necesitabas libros.
   -Entregó todo lo que teníamos para saldar las cuentas-terminó entendiendo, aunque se le hacía complicado llegar a comprender el porqué de hacer un negocio tan arriesgado con gente tan peligrosa.
   -Exacto. Su firma y la mía son igualmente legales en estos asuntos. Si él decide ceder todo nuestro capital a unos mafiosos italianos, ni siquiera precisan mi consentimiento-intentó aclararle en términos que la joven entendiera.
   -¡Es espantoso!-sollozó, de nuevo envuelta en llantos.
   -Lo sé, hija mía-coincidió Anthony.
   Ariane continuó llorando mientras por su inmadura e infantil mente seguían representándose los lujos que antes poseía y que le habían arrebatado. Sus ostentosos carruajes y sus guantes de seda. Sus adornos de piedras preciosas y sus collares de cuentas. ¡Había perdido todo y aún no se hacía a la idea!
   -¿Cómo os enterasteis?-logró preguntar entre hipidos.
   -Fue el mismo Frank el que se presentó en casa para contárnoslo-narró, todavía con la mirada perdida en algún punto de la pared dorada-. Quise estrangularle cuando me lo dijo, pero tu madre se interpuso entre medias. Para mí ha muerto. Lo que hizo supera mi capacidad de perdonar.
   -¡Lo odio, lo odio!-gritó Ariane, fuera de sí-. ¡Él ha sido el culpable de todo! ¡Ahora no tengo nada!
   -Tranquilízate, cielo-le rogó su padre-. Estoy intentando solucionarlo.
   -¿Y cómo?-estalló, poniéndose en pie-. No puedes recuperarlo. Esos hombres jamás te lo devolverán.
   El padre se hundió en su sillón, ocultándose tras la copa que mantenía en su mano. Parecía débil y cansado, incapaz de solventar un problema de tal calibre. Lo peor, era que Ariane lo sabía. Anthony Leblanc había sido un hombre fuerte e inteligente. Consiguió duplicar la fortuna que había heredado de sus progenitores en treinta años. Pero constantemente cometía un error imperdonable: se fiaba de la gente más de la cuenta. Un ejemplo de ello fue Frank, su primo. Éste último nunca valió para hacer acuerdos. Se arriesgaba demasiado, y perdía más de lo que apostaba. Era impulsivo y supersticioso, algo que te lleva de cabeza en cuestión de negocios. Sin embargo, el duque le dio incontables oportunidades, perdonándole cuando perdía pequeñas fortunas o cuando le involucraba en enredos que más tarde debía solucionar Anthony.
   -Mañana viene Henri para aconsejarme-murmuró, perdiendo la fuerza que le quedaba.
   Ariane, con fuego en los ojos, le atravesó con la mirada mientras mantenía una postura rígida. Se encaminó a la puerta de salida y antes de marcharse, añadió:
   -De esta no nos saca tu abogado, pero yo no pienso quedarme de brazos cruzados.


Terminó de darse un baño con esencia de lavanda y se vistió con ayuda de una doncella para la cena. La mujer, de edad avanzada y sirvienta de su abuela desde hace años, no se esforzó demasiado en ataviarla al parecer de Ariane. Le abrochó los botones de la espalda de un sencillo vestido azul marino con un escote recatado y le recogió el pelo en una trenza algo despeinada.
   Para cuando Ariane llegó al salón donde cenaban todas las noches, el resto de su familia ya la estaba esperando. Al cruzar el umbral de la puerta, una amplia sonrisa se dibujó en sus labios cuando vio a su prima Elianor. Se abalanzó a sus brazos mientras ambas se reían abiertamente.
   Tras enterarse de lo ocurrido, Elianor viajó desde París hasta Calais dispuesta a brindar su apoyo a su familia en momentos tan duros como los que estaban viviendo.
   Elian, como la llamaba Ariane, era su prima y su mejor amiga. Tenían la misma edad, aunque Elian era unos meses mayor. La mentalidad de esta última también era muy diferente a la de la hija de los duques. Era más sensata, juiciosa y comedida que su prima idealista e ilusa. Elian no asistía a un internado, pero sí a una escuela para señoritas de la capital. Tenía modales impecables y una educación intachable. A menudo, Corinna comparaba a la hija de su hermana con Ariane, con el fin de escarmentar a esta última.
   Desde pequeñas el resto de la gente creía que eran hermanas, pues el fuerte parecido entre ambas era innegable. Aunque Ariane era más baja y tenía los pechos más grandes, ambas eran rubias y de ojos claros. Atractivas y hermosas para cualquiera.
   Tras la cena, durante la cual ambas jóvenes no se callaron ni un segundo, subieron a sus aposentos para hablar más tranquilamente sin la presencia de los duques.
   -¡Estás preciosa, prima!-le piropeó Elianor.
   Ariane le dedicó una dulce sonrisa y le devolvió el halago haciendo mención a su esbelta figura.
   -¿Cómo llevas la noticia?-se interesó Elian, adoptando una expresión más seria.
   -Todavía no me hago a la idea-sollozó una vez más-. Echo de menos mi casa, mi ropa, las fiestas, el internado y a mis amigas.
   Elian la abrazó de forma fraternal, apoyándola como sólo ella sabía.
   -Ha tenido que ser muy duro.
   -No sabes la vergüenza que pasé cuando me expulsaron del internado por impago-recordó el bochornoso momento-. Mentí a mis amigas diciéndoles que debía regresar por asuntos urgentes, pero sin especificar la pérdida de la fortuna.
   -Tu padre lo solucionará, Ariane-dijo con un tono firme y sentencioso.
   -¡Es imposible!-se negó su prima-. No vamos a recuperar nada, ya se lo dijo la semana pasada Henri, el abogado de la familia.
   La cara de Elian empalideció hasta quedarse nívea.
   -¿Y qué van a hacer tus padres?
   Ariane se levantó de la cama y se puso a dar vueltas por la estancia, incapaz de mantenerse quieta un par de minutos. Esa era otra gran diferencia entre ambas. Mientras Lian era capaz de permanecer totalmente estática durante bastante tiempo, Ariane no podía parar quieta ni un segundo.
   -Ellos nada-dijo, secándose las lágrimas que descendían por su mejilla-. Mi padre se oculta en su despacho gran parte del día para evitar que le preguntemos y mi madre no deja de llorar ni un segundo.
   -Lo siento muchísimo, prima-dijo Elian en un tono solemne.
   -Tranquila, yo lo solucionaré-aseguró con tanta resolución, que por un segundo Elian no supo cómo rebatirla.
   -¿Qué ¿Cómo?-preguntaba sin acertar. Se puso en pie de un salto y se aproximó a su prima con los ojos abiertos desmesuradamente-. ¿Qué pretendes hacer?
   -Ayúdame a coger el macuto-le pidió Ariane, subiéndose a una silla para alcanzar la parte superior del armario.
   -¿Te vas?-continuaba diciendo Elian.
   -No sé el tiempo que hace allí, así que tendré que llevar varios vestidos.
   -¿Cuándo? ¿Con quién?
   -Y robaré a mi padre un par de pantalones, quizá me hagan falta.
   Elian empezó a sentirse ligeramente mareada con lo que le escuchaba decir a su prima. Pretendía fugarse a dios sabe dónde y no había forma de detenerla.
   -Elian, ¿estás bien?-preguntó inmediatamente Ariane en cuanto se percató del color blanquecino de su rostro.
   -¿Puedes parar de revolver la habitación y explicarme de una vez qué pretendes hacer?-le exigió sin ceder.
   Ariane dejó escapar un suspiro y terminó sentándose en el borde de la cama, dispuesta a explicarle su retorcido plan.
   -Mis padres están arruinados y no van a conseguir nada quedándose de brazos cruzados-resumió-. Si yo permanezco con ellos, tampoco ayudaré-siguió su razonamiento-. He pensado un plan infalible.
   Elian puso los ojos en blanco.
   -Ya me conozco yo tus planes infalibles.
   -¿Vas a dejarme que te lo cuente o no?-inquirió un tanto disgustada con la acusación de su prima.
   -Me muero de ganas por saber qué planeas.
   -Me voy a fugar a Londres-soltó de carrerilla.
   -¿¡Qué!?-estalló Elian, poniéndose una vez más en pie-. ¿Has perdido el juicio?
   -Baja el tono, no quiero que mis padres nos oigan-le recordó, disminuyendo el volumen de su voz al menos una octava.
   -Creo que me estoy mareando.
   -¡No seas exagerada! Sólo serán unos meses-argumentó Ariane-. Hasta que encuentre un marido viejo y rico del que pueda aprovecharme durante los pocos años que viva, y después me deje toda su fortuna. Solucionaré la vida a mis padres y también a mí misma. Una vez rica de nuevo, me casaré con quien quiera.
   -Vale, definitivamente has perdido la cabeza-dijo, paseándose de un lado a otro de la estancia-. ¿Irte sola a Londres? ¿Tú sabes todos los peligros que puedes encontrarte? Pueden secuestrarte, robarte, ¡incluso matarte!
   -Sé hablar perfectamente inglés-le recordó-. No me ocurrirá nada malo.
   -Allí donde vayas sabrán quien eres-siguió intentando hacerla entrar en razón-. ¿Y quién va a querer casarse con una joven arruinada?
   -¡No soy una inepta, Elian!-le recriminó-. Ya había contado con eso. Adoptaré una nueva identidad. Aquí en Francia no tengo posibilidades, pero allí sí. Estaré a miles de kilómetros. Nadie lo comprobará.
   Elian aguardó unos minutos en silencio, recapitulando todo lo contado por su prima. Mirase por donde lo mirase, seguía pareciéndole una locura inaceptable.
   -Si crees que voy a permitir que te vayas sola a Londres estás muy equivocada. Me voy contigo.
   -¡Eso no puede ser!-se negó Ariane-. Tú te tienes que quedar aquí para cubrirme. Mentirás a mis padres y les dirás que me he ido a casa de una amiga mía del internado.
   -¿Y qué mismo da que me vaya contigo? Les decimos que estamos las dos con tu amiga-razonó.
   -No, no, no-insistió-. Tú serás la que me informe de cómo está la situación aquí. Tengo que seguir sabiendo cómo están mis padres. Mantendré correspondencia contigo todas las semanas para contarte qué tal me va por Londres y tú me dirás si ha conseguido algo Henri.
   -No sé, Ariane-dudó unos segundos-. No veo que sea una buena idea.
   -Está decidido, Elian. Ya no hay vuelta atrás.
  

1 comentario:

  1. ¡Hola!
    Me ha gustado mucho el primer capítulo, tiene pinta de ser una buena novela. Espero que me avises si sigues subiendo porque me has enganchado.
    Un beso!

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